He visto en la red que ese recorrido es un proyecto de muchos argentinos y no sólo el nombre de una serie de discos de León Gieco. Un largo viaje desde el extremo austral al tropical, desde la Tierra del Fuego al Altiplano. Más de cinco mil kilómetros que pueden hacerse en autobuses, aunque supongo que a mí me ha llevado bastantes más porque esos cinco mil estarán contados a través de la ruta 40 y, necio de mí, ya confirmé lo que tanta gente me había dicho: que el tramo más al sur de la ruta 40 no es posible hacerlo en invierno, ni con vehículo propio, seguramente, pues se dice que la policía impide el paso para evitarse problemas, salvo que el destino lo justifique. En verano hay dos compañías de buses que hacen la ruta entre El Calafate y Bariloche, pero en invierno hay un largo tramo, de unos dos mil kilómetros, donde los pocos y pequeños pueblos del recorrido utilizan vías más seguras hacia la costa. Con todo, esos diez mil kilómetros o más que he transitado por la República Argentina no me han permitido conocer siquiera la mitad de este gran país. En estos cinco meses, si me lo hubiese propuesto, habría tenido tiempo para hacer otros diez mil kilómetros más, pero no era el objetivo. En un principio me conformaba con recorrer a fondo la Patagonia. Vine, además, con intención de hacer a la vez tres reportajes en vídeo que sirviesen para proponer un proyecto (quizás no era más que una justificación), pero me bastó con el primero para ver las dificultades y medir la relación costes-posibilidades. Esa comprensión, y algunas dudas de varios tipos, me llevaron a una crisis que pasé en el mejor sitio posible: El Fin del Mundo. A continuación, el objetivo fue claramente avanzar hacia el norte, pegado en lo posible a los Andes, el espacio geográfico que más deseaba conocer. Llegar a La Quiaca era parte del sentimiento de argentinidad que forma ya una seña imborrable de mi ánimo, pero, para un “latinoamericano nacido en Madrid,” el sueño fue siempre recorrer más allá de esa frontera, porque de haber una está en la orilla del río Grande del Norte, o río Bravo, frontera que ya llegué a conocer en muchos puntos, desde Tijuana hasta Matamoros, durante los siete años que viví en México. Cuando tenía 18 años, y pensaba que me venía a trabajar en el esquí a los Andes, estudiaba en mi atlas la ubicación de toda Latinoamérica y soñaba con recorrerla. Cuando tenía 30 años, y me preparaba para cerrar mi etapa mexicana recorriendo el país, miraba en los mapas cómo atravesar toda Latinoamérica hasta llegar a Ushuaia. Cuando tenía ya más de 40 años, y creía desde Nicaragua que dejaría de lado mi conciencia y seguiría montando proyectos para una “ONG” a lo largo de Latinoamérica, ya no era necesario que mirase ningún mapa porque era capaz de dibujarlo a mano alzada y marcar en él todas las ciudades importantes de todos los países con los que comparto el idioma. Ahora, cuando ya he sobrepasado los 50, me empeño en hacer ese viaje sabiendo que es lo más interesante y definitivo que haré en mi vida, una deuda pendiente que he de saldarme antes de que sea demasiado tarde; y sé que ya no hay zonas peligrosas, ni carreteras intransitables, ni diarreas engorrosas que frenen mi propósito. El objetivo inicial de esta etapa era llegar hasta Venezuela, ahora espero que me alcance el dinero y las fuerzas como para llegar hasta Centroamérica, y quizás incluso volver a México después de tantos años. Mis márgenes, como si se registraran en un disco más bien de Manu Chao que de León Gieco, siempre estuvieron entre Ushuaia y Tijuana, y sólo me faltan por recorrer unos veinte mil kilómetros de nada.
(No creo que en el camino consiga aprender bien inglés, porque lo mismo y me planteo llegar hasta Anchorage)
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