miércoles, 30 de julio de 2008

Villazón, Potosí, Uyuni, La Paz, Copacabana

He tenido que revisar el calendario para confirmar que hace poco más de una semana que entré en Bolivia, tengo la sensación de que han pasado muchas cosas desde entonces. Ciertamente llegué a La Quiaca el lunes de la semana pasada. El viento parecía querer regalarle a Bolivia toda la arena sobrante de la Quebrada de Humahuaca, y la poca gente que andaba por las calles lo hacía embozada. Comí en una fonda nada turística donde tuve la sensación de haber pasado ya la frontera. Decidí pasarla cuanto antes, sin acercarme al cartel-monumento donde se fotografía la gente, junto a la inscripción: A Ushuaia…, que había visto al pasar, a la entrada del pueblo, lejos de la salida que ya me quedaba cerca.
Nada más entrar en Bolivia te llevas la alegría de encontrarlo todo muy barato. Por dar un mínimo ejemplo: los caramelos choco-maní (mis favoritos), la diferencia con Argentina es de 3 x 1 ¡Y eso que seguramente estén fabricados allí!... Pues así todo… (Para quienes no consuman caramelos y desconozcan las cotizaciones les diré que el taxi que me llevó desde la frontera hasta la plaza de Villazón no haría más de 5 ó 6 cuadras pero me cobró menos de 30 céntimos de euro). El problema es que en seguida compruebas que los países muy baratos lo son por pobres, con todas las incomodidades que conlleva, y entonces a la mayoría ya no le hace tanta gracia. Porque claro, lo siguiente es seguir camino, por ejemplo Villazón-Potosí = 10 horas de ruta sin asfaltar, en un colectivo lleno de gente, de olores, de polvo… Hacen una publicidad estatal de TV en la que anuncian: Durante los 40 años anteriores a Evo se asfaltaron algo más de cuatro mil kilómetros de carreteras. Él se ha comprometido a terminar otros tres mil en sus cinco años de mandato… ¡Quién sabe si le den tiempo!... ¡Cuatro mil y pico kilómetros de carreteras asfaltadas! Para hacerse otra idea: España es la mitad en superficie total y tiene cerca de setecientos mil kilómetros de carreteras asfaltadas. Esta relación precio-comodidades ocasiona que el país tenga también uno de los turismos más baratos del mundo. Aquí he visto discutir a jóvenes europeos por dos bolivianos (menos de 20 céntimos de euro), lo que no harían en su país por un abuso parecido o incluso más caro, y eso que allí discutirían en su idioma, claro que a lo mejor lo que más les molesta es que quieran aprovecharse de su ignorancia verbal, que no aritmética. Por cierto, aquí la moneda se denomina como ellos, y no suelen emplear ni diminutivos ni apodos para designarla, hablan de los precios como de ellos mismos, en bolivianos.
Me quedé a dormir en Villazón (que se llama así por un apellido y no porque sea un pueblote) pues prefería hacer el viaje de día. Los Andes vistos desde el Altiplano parecen cerros pequeños, porque como ya se camina a unos cuatro mil metros de altitud. Además, en su mayoría no se ven muy agrestes, sino más bien con formas romas o como grandes dunas. Se confirma a simple vista lo duro de vivir aquí, con la fatiga de la altura, la tierra yerma, el potente sol del mediodía y el frío intenso cuando no está… Durante cientos de kilómetros sólo se ven caseríos dispersos, con paredes de adobe y techos de paja, con burros y llamas por toda movilidad. El trayecto en el viejo colectivo también se hace duro y pesado: los baches, las vibraciones, la polvareda, el ruido…, los olores, viven muy pobremente, con poca agua y demasiado frío como para oler seguido a limpio.
No es fácil imaginar que Potosí era en el siglo XVII la ciudad más poblada de América, y la mina de plata más rica del orbe. Lo único que sí sigue siendo es de las ciudades a mayor altitud del mundo: 3960 m.s.n.m. La primera tarde no me moví mucho, arrastraba un ligero catarro y me costaba respirar. La mañana del miércoles salí temprano, recorrí el centro sin altibajos, fui a una terraza mirador que había visto la noche anterior en una iglesia, arriba en el tejado, apenas dos pisos de escalera de caracol. Cuando llegué faltó poco para que me desmayara, por suerte había unos gringos barbudos que me ofrecieron hoja de coca (y me hicieron esa foto masticando y con el cerro Rico al fondo). Cuando nos separamos, casi dos horas después, fui directamente a comprar una bolsa en el mercado. Desde entonces la llevo siempre conmigo, como los chocomanís. Ese mismo día no habría visto casi nada de Potosí de no haber ido masticando esas hojas. Como dicen aquí: no es cocaína, sino algo natural y necesario. Recuerdo que siendo niño todavía escuchaba de vez en cuando la frase: “Vale un Potosí”. Ahora el cerro Rico, que domina imponente toda la ciudad, está casi vaciado e intentan rellenarlo de turistas en excursión, de ese turismo “pobre” del que vive la ciudad empobrecida.
No pensaba ir a Uyuni, había visto muchas fotos del salar y con eso me conformaba, pero un natural inteligente me dijo que quien viene a Bolivia no debe irse sin pasar por el salar y por el Titicaca, y me alegró haberlo hecho caso. La ciudad de Uyuni es pequeña, pobre, plana y con poca gracia, pero se ven más turistas que en ninguna otra, por el salar. Es espectacular, sobran las palabras, un inmenso lago en el que sólo queda sal. Tuve que recurrir a otra excursión típica de turistas, en furgoneta, donde paras, foto, subes y así, hasta que te llevan a una isla, la del pescado (seguramente su nombre venga porque está para pescar turistas) donde te cobran por dar un paseo (sea dentro o en derredor) y comes en su orilla un refrigerio incluido en la excursión. Aquella misma tarde quise salir hacia La Paz pero, como no había sacado billete por si decidía lo contrario, no encontré ya en ninguna de las tres únicas compañías que salen (las tres sólo a la misma hora: 20:00) y tuve que quedarme. Saqué ya boleto para el día siguiente, porque en estos meses hay mucha demanda, y volví al mismo hotel. Aquella noche me puse bastante mal: diarrea, vómitos, mareo. No sé si fue algo que comí o insolación. Al día siguiente negocié con el hotel el pago de media pensión por quedarme hasta las 19:00 en la cama (a base de antidiarreicos y paracetamol) y decidí salir de viaje toda la noche hasta La Paz, en un colectivo que bien habría podido pertenecer a la empresa constructora de la Torre de Babel, sólo iban seis bolivianos y también hablaban en aymara o en quechua.
Amanecí el domingo llegando a La Paz, en un viaje sin incidentes, incluso conseguí dormir cuando sobre las 3 AM dejamos atrás el camino de ripio. Al principio pensé hacer esa misma tarde las tres horas que me faltaban para llegar al Titicaca, y descansar en sus orillas de una vez, por lo que al salir de la Terminal negocié con un taxista una vuelta por la ciudad antes de dejarme donde salían los micros que me traerían aquí. Resultó ser un taxista instruido y gracioso que me paseó por muchos sitios, me llevó a tomar un desayuno con “mate de coca” (así lo llaman aquí) después a un sitio típico donde comer y, como volví a sentirme mal a pesar de otro mate de coca, a un hotel donde dormí hasta la noche. El centro de La Paz parece muy acogedor de noche, la ciudad está metida en una hoya, rodeada de montañas pobladas, y por la noche es como si la hubiesen metido en una caja con las paredes cubiertas de luces. La Paz es como si fuesen varias ciudades pegadas, están las villas que rodean el centro, pobres las del norte y ricas las del sur, luego está el centro mismo, con una parte histórica y otra más financiera, y arriba de la hoya, en el Altiplano, hay otra ciudad llamada El Alto.
Al fin, entre unas cosas y otras, la tarde del lunes conseguí instalarme en una habitación frente a la playa de Copacabana. Sí, esa playa de la foto es la de Copacabana, nada que ver con la otra famosa de Rio de Janeiro, esta es la playa de un pueblo llamado Copacabana, el más importante de la costa boliviana del lago Titicaca. Y entre ayer y hoy, además de pasear y descansar, he conseguido escribir estos dos últimos aportes para el blog, en una mesa desde donde tengo la vista de esas dos fotos y con una buena jarra de agua caliente, con bolsitas de una infusión llamada trimate que se compone de anís, manzanilla y coca, y que es una lástima que no vendan en todo el mundo, porque daría vitalidad a quien la necesite y ayudaría a la economía de este país que anda tan jodido y con tantos líos políticos. Pero de su situación política ya hablaré en el próximo aporte, porque por hoy ya está bien. Cierro con mi Haiku, y echando de menos tu aporte en los comentarios.
Cactus del cerro
Centinelas de nubes
Sin esperanza

De Ushuaia a La Quiaca

He visto en la red que ese recorrido es un proyecto de muchos argentinos y no sólo el nombre de una serie de discos de León Gieco. Un largo viaje desde el extremo austral al tropical, desde la Tierra del Fuego al Altiplano. Más de cinco mil kilómetros que pueden hacerse en autobuses, aunque supongo que a mí me ha llevado bastantes más porque esos cinco mil estarán contados a través de la ruta 40 y, necio de mí, ya confirmé lo que tanta gente me había dicho: que el tramo más al sur de la ruta 40 no es posible hacerlo en invierno, ni con vehículo propio, seguramente, pues se dice que la policía impide el paso para evitarse problemas, salvo que el destino lo justifique. En verano hay dos compañías de buses que hacen la ruta entre El Calafate y Bariloche, pero en invierno hay un largo tramo, de unos dos mil kilómetros, donde los pocos y pequeños pueblos del recorrido utilizan vías más seguras hacia la costa. Con todo, esos diez mil kilómetros o más que he transitado por la República Argentina no me han permitido conocer siquiera la mitad de este gran país. En estos cinco meses, si me lo hubiese propuesto, habría tenido tiempo para hacer otros diez mil kilómetros más, pero no era el objetivo. En un principio me conformaba con recorrer a fondo la Patagonia. Vine, además, con intención de hacer a la vez tres reportajes en vídeo que sirviesen para proponer un proyecto (quizás no era más que una justificación), pero me bastó con el primero para ver las dificultades y medir la relación costes-posibilidades. Esa comprensión, y algunas dudas de varios tipos, me llevaron a una crisis que pasé en el mejor sitio posible: El Fin del Mundo. A continuación, el objetivo fue claramente avanzar hacia el norte, pegado en lo posible a los Andes, el espacio geográfico que más deseaba conocer. Llegar a La Quiaca era parte del sentimiento de argentinidad que forma ya una seña imborrable de mi ánimo, pero, para un “latinoamericano nacido en Madrid,” el sueño fue siempre recorrer más allá de esa frontera, porque de haber una está en la orilla del río Grande del Norte, o río Bravo, frontera que ya llegué a conocer en muchos puntos, desde Tijuana hasta Matamoros, durante los siete años que viví en México. Cuando tenía 18 años, y pensaba que me venía a trabajar en el esquí a los Andes, estudiaba en mi atlas la ubicación de toda Latinoamérica y soñaba con recorrerla. Cuando tenía 30 años, y me preparaba para cerrar mi etapa mexicana recorriendo el país, miraba en los mapas cómo atravesar toda Latinoamérica hasta llegar a Ushuaia. Cuando tenía ya más de 40 años, y creía desde Nicaragua que dejaría de lado mi conciencia y seguiría montando proyectos para una “ONG” a lo largo de Latinoamérica, ya no era necesario que mirase ningún mapa porque era capaz de dibujarlo a mano alzada y marcar en él todas las ciudades importantes de todos los países con los que comparto el idioma. Ahora, cuando ya he sobrepasado los 50, me empeño en hacer ese viaje sabiendo que es lo más interesante y definitivo que haré en mi vida, una deuda pendiente que he de saldarme antes de que sea demasiado tarde; y sé que ya no hay zonas peligrosas, ni carreteras intransitables, ni diarreas engorrosas que frenen mi propósito. El objetivo inicial de esta etapa era llegar hasta Venezuela, ahora espero que me alcance el dinero y las fuerzas como para llegar hasta Centroamérica, y quizás incluso volver a México después de tantos años. Mis márgenes, como si se registraran en un disco más bien de Manu Chao que de León Gieco, siempre estuvieron entre Ushuaia y Tijuana, y sólo me faltan por recorrer unos veinte mil kilómetros de nada.
(No creo que en el camino consiga aprender bien inglés, porque lo mismo y me planteo llegar hasta Anchorage)

domingo, 20 de julio de 2008

Mendoza, Salta, Tilcara

Mucha gente me decía: “tienes que ir a Salta, porque es diferente”, decían: “la gente, las casas, el paisaje…” Algunas veces me pregunté a qué se referirían exactamente y ahora que llegué creo haberlo comprendido: Salta es Latinoamérica. Buenos Aires es la ciudad más europea, Ushuaia la más “súrdica”, Gaiman la más galesa, Bariloche la más “alpina” y, puestos a comparar, Salta es la más latinoamericana… No tengo claro aún cuál es la ciudad argentina más argentina: ¿Córdoba? ¿Rosario? Espero que me den su opinión las amistades del país. En mi caso, después de conocer México bastante bien, Salta no me ha sorprendido nada, simplemente tuve la sensación de haber salido de Argentina.
No pregunto ni calculo ya las distancias en kilómetros; entre Mendoza y Salta hay casi 19 horas de autobús que, si se anuncia con cama, es al menos bastante cómodo. Quiero resaltar la intimidad, casi promiscuidad, que se da en este tipo de viajes: hay matrimonios que ya no se acuestan juntos para no tener que soportarse los ronquidos, la halitosis matinal, los pelos de punta y la mirada desorbitada de sus despertares, sin embargo en estos viajes…, me tocó junto a una señora, buena y amable, que en cuanto tumbó su asiento se puso a roncar; no se podía decir que fuese una anciana pero era ya bisabuela, y yo no había despertado nunca junto a una mujer tan mayor. Salí a las 20:00 horas y, nada más cenar, tomé una pastilla para dormir lo más posible. Desperté, con el día, cuando entrábamos en la ciudad tucumana de Concepción, y el recuerdo inmediato me remontó a Nicaragua, la gente, las casas, el paisaje…, luego las grandes plantaciones de caña... Comprendí que me acercaba al trópico, por primera vez en mi vida al de Capricornio (lo atravesé en avión al venir pero eso no cuenta).
Salta me recordó a la ciudad de Oaxaca (por cierto, mucha gente se empeña todavía en escribir Méjico, incluso lo acepta el diccionario de las dos formas, pero nadie escribe Oajaca, aunque hay quienes lo pronuncian con “x” que es casi peor). En Salta abunda la arquitectura colonial, exuberante de adornos y colorido, o casas de adobe guarnecido, con las fachadas en tonos pastel. No es por nada, sin afán de subestimar a Salta “la linda”, en México hay ciudades coloniales bastante más lindas: Zacatecas, Guanajuato, San Miguel Allende, Taxco… En México no hay ninguna ciudad “europea,” pero coloniales muchas. Ahora pienso en otra diferencia entre Argentina y el resto de Latinoamérica, en los países donde abunda más el mestizaje indígena hay una palabra para diferenciar a la gente de piel blanca, y no a la morena: güera en México, chela en Nicaragua… En Argentina lo que se diferencia es la morenez indígena: con la expresión “morocha” o más cariñosamente “negra”. En el norte de Argentina se nota que hay aún muchos descendientes de los incas, en el resto predominan los que descendieron de los barcos, por mucho que cabelleras rubias y ojos claros reivindiquen lo mapuche y lo tehuelche, que me parece muy bien salvo cuando creen revivir lo que no llevan en la sangre y se niegan a asumir que fueron sus antepasados quienes los exterminaron.
No me quedé en Salta más que esa noche. Por la tarde di una larga vuelta, demasiado larga para el catarro que arrastro desde hace unos días (menos mal que ya no fumo, porque lo seguiría haciendo a pesar de la tos que cargo). No está en funcionamiento el Tren de las Nubes, hasta agosto, y luego tendrá precio para gringos (140 dólares) demasiado en pesos (por ese dinero me compro varios tripis y viajo por las nubes a mi bola). También descarté subir en un teleférico para ver toda la ciudad desde arriba (si hubiese podido bajar esquiando sí que lo habría hecho, o en un tobogán como en Bariloche). El caso es que al día siguiente, sábado, me vine a la Quebrada de Humahuaca, un espectáculo de la naturaleza, en el camino a la frontera con Bolivia, y estoy pasando en Tilcara el fin de semana.
La Quebrada son surcos de una profundidad sorprendente que el agua torrencial ha ido horadando en las montañas, hasta darles una configuración como de sierras llenas de dientes agrietados. Lo más sorprendente es la diversidad cromática, imposible de reflejar en toda su variedad con una cámara. Tilcara es el pueblo más típico y turístico de la Quebrada, un pueblo del desierto en su fisonomía repetida, con las calles de tierra, álamos con hojas, cactus de brazos enormes, días calurosos, noches heladas y una polvareda permanente que recorre las calles según la dirección del coche que pase. Demasiada polvareda para mi tos y lo mal que respiro.
Mañana lunes saldré de Argentina, quién sabe hasta cuando. Hay sitios a los que siempre desearé volver, aunque es muy probable que no lo haga nunca, porque cuando he tenido la posibilidad de hacer un largo viaje elegí lo que deseaba conocer, antes que regresar a los lugares que ocupan un lugar predilecto entre mis recuerdos. En cualquier caso, si un día necesito perderme o alejarme de todo, no me importaría nada acabar en algún rincón entre los Andes y la Patagonia.
Empiezo a cansarme de hacer haikus, pero como tengo ya unos cuantos los iré soltando:
Sol de estepa
que moldea los rostros
como un cincel

lunes, 14 de julio de 2008

Mendoza, Aconcagua, Penitentes

Un dato de las distancias en Argentina: Bariloche y Mendoza son dos ciudades situadas más o menos en el centro del país en cuanto a paralelos, pero están separadas por unos 1600 kms y el viaje en autobús alcanza las 19 horas. Supongo que es la distancia la aproximada que hay entre Madrid y Ámsterdam y a poca gente se le ocurre hacerlo por tierra para pasar una semana. En el viaje fui conversando bastante tiempo con un hombre que vivía en Bariloche y viajaba a la fiesta de un familiar en Mendoza, donde pensaba pasar tres días. Como hacer ese recorrido en avión le sería más complejo, caro y escalonado, no tenía más remedio que dedicar en esos 5 días de vacaciones 38 horas al viaje.
Llegué a Mendoza poco después de amanecer el martes. Como aún no había visto el comentario de Marta aconsejándome hotel elegí uno en la guía con el nombre de Rincón Vasco, no porque pensase que con esa referencia me sentiría más en “la patria,” pues no pregunto por el dueño, que seguramente lo compró hace poco ya con ese nombre o es el nieto del emigrante que lo fundó…, y en cualquier caso me importa poco. Lo que me atrajo en esta ocasión, aparte de la ubicación y las características, es que la guía decía textualmente: “en la planta baja, bar de clientes habituales ideal para intentar una inmersión en el ambiente local.” El bar en cuestión se llama Mediterráneo, tiene wi-fi y una decoración con solera. Mejor que las habitaciones del Rincón Vasco. Esa noche me pasé a cenar algo y a escribir de paso unos correos. Pensaba irme a dormir muy temprano (pues aunque el ómnibus anuncie cama no se duerme gran cosa). En esas estaba cuando el camarero me trajo una nota en la que, de una mesa lejana a la mía, me invitaban a una tertulia literaria que celebran allí los martes. Cuando terminé los correos me uní a la tertulia y pasé una de las veladas más singulares de este viaje. Al final me acosté cerca de las 2. Aun así, el miércoles hice lo que había previsto: fui al Aconcagua. Lo imaginaba más cerca de Mendoza, hasta pensé que se veía desde la ciudad, pero la entrada al Parque por el que se accede está a 170 kms, unas 4 horas en colectivo. De hecho la cordillera misma está un poco lejos de la ciudad, y el Aconcagua, aun siendo la cumbre techo de América, no se deja ver fácilmente, incluso desde la entrada del parque no lo llegas a ver por entero, hay que caminar. En verano hay una pista asfaltada que permite a los turistas acercarse en vehículo al mirador, pero ahora está cubierta de nieve. Había un estrecho sendero con la nieve pisada, incluso por raquetas, pero en cuanto sacabas un pie de ese camino se hundía hasta la rodilla. Llegado a un refugio la senda se ablandaba y la nieve te engullía, pero en mi afán de alcanzar el Aconcagua seguí caminando, hasta caer exhausto a unos 2000 metros…, de la carretera. Una paliza para mi edad. Y encima esa noche había quedado con una mujer de la tertulia que me proponía hacer una grabación a un amigo suyo que es payaso, profesional, no como otros que lo hacemos gratis. Ya suponía que no tendría sentido grabarle ahora porque hasta dentro de varios meses no tendrá un espectáculo armado, pero estuvo bien esa simpática reunión, aunque significara acostarme otra vez tardísimo. Con ese empecinamiento estresante del turista, que quiere realizar todas las actividades posibles y acaba más agotado que cuando trabaja, me había propuesto subir a esquiar dos días a una estación llamada Penitentes, cerca del Parque Aconcagua, por lo que me levanté a las 5, apenas 3 horas después de haberme acostado, para subir en el primer autobús y no perder todo el día. Ese jueves apenas esquié poco más de 2 horas, entre el cansancio acumulado, las ganas de desfogarme nada más empezar y que una bota me aplastaba el empeine no pude aguantar más. Al día siguiente decidí sacar también el bono de medio día, pues tendría suficiente con 4 horas de esquí y, además, aquí los remontes salen tan caros como en España y yo ya cuento en pesos argentinos.
Ese día, viernes, me sucedieron dos anécdotas que no pensaba contar, por pudor y vergüenza, pero al ser las dos más divertidas de la semana he decidido animarme. La primera sucedió en las pistas. Había coincidido en la silla con una mujer, buena esquiadora, y le pregunté por una pista complicada que no bajaba nadie aquel día. Después la encontré al borde de esa pista sobre un camino que llevaba a una zona más cómoda, y me dijo que ya había bajado ella aunque requería un nivel alto. Quise demostrarle que yo lo tenía y me lancé sin pensarlo, pero el peso de la vanidad me hundió en la nieve al segundo giro y salí disparado cabeza abajo. Rodé varios metros y resbalé otros tantos, por una pendiente tan empinada que temí no parar hasta la base. Cuando al fin me incorporé vi a la mujer, unos 30 metros arriba, que estallaba en una sonora y humillante risa mientras se alejaba por el cómodo camino. La segunda anécdota sucedió en la noche. Puesto que en las pistas los hospedajes son caros fui a un hostel, de habitaciones compartidas, y me dieron una de cuatro camas en dos literas. Como hay todavía poco turismo invernal, y menos en Penitentes, la primera noche estuve solo y parecía que la segunda pasaría lo mismo. Eran casi las 10 de la noche, leía en la cama decidido a dormir pronto cuando tuve ganas de soltar un pedo y, como estaba solo, no me corté. Pero… ¡Oh! ¡Mierda! (Expresión muy acorde con la situación). Lo que esperaba fuese un ligero tronido se convirtió en una erupción densa que resbalaba por las grietas de los calzones. Corrí al baño y, mientras reparaba el desastre a toda prisa, sólo podía pensar en que llamaran a la puerta en ese momento con tres desconocidos que venían a ocupar las camas libres. Por suerte no sucedió, apenas me tocó aguantar una hora más de lectura mientras las partes lavadas de las sábanas se secaban sobre un radiador. Y menos mal que nadie vino a compartir habitación, pues hice unos cuantos viajes de urgencia al baño hasta que, pasada la medianoche, eché mano al botiquín para tomar un antidiarreico que me hizo un tapón durante dos días. (De esto no hay fotos ilustrativas, aunque el color de las montañas lo recuerde).
Un inciso para afirmar que el valle del río Mendoza es uno de los parajes de montaña más hermosos que he visto nunca, con una gama de colores que es imposible registrar en una cámara. Y eso que desde la carretera no se ve toda la inmensidad de las cumbres, como demuestran las fotos desde abajo y arriba de Penitentes.
El sábado volví a Mendoza porque otra de las mujeres de la tertulia me había propuesto acompañarla a una fiesta privada de artistas mendocinos, donde hubo (cómo no) asado, vino y buenas conversaciones. El domingo propuso mostrarme algunos sitios de la ciudad: agradable, de calles muy arboladas y con muchas terrazas que se ocupan en estas fechas porque hace clima primaveral en pleno invierno (aquí en la ciudad es muy raro que nieve pero también lo es que haga ahora este calor). Por cierto, después de los dos días de esquí parezco el “tomate enmascarado”. Como el paseo y la conversación duraron bastante me he retrasado un día con el aporte. Vaya la excusa en el haiku semanal.
Sol primaveral
Disculpa renovador
Mis compromisos

domingo, 6 de julio de 2008

Bariloche, Villa la Angostura

Esta semana la he pasado casi entera en Villa la Angostura, una población mucho más pequeña que Bariloche, situada al otro extremo de esta ciudad a orillas del mismo lago, el Nahuel Huapí. Había contactado con un instructor de esquí argentino, a través de unos amigos de Madrid, y me invitó a pasar unos días en su casa…, hermosa, de muy buenas dimensiones y hechuras, en madera y rodeada de un frondoso bosque de coihués, un tipo de árbol muy alto, bastante grueso si le dan tiempo; cuando es delgado el viento lo cimbrea, como si fuese una caña enorme, y a menudo lo tumba, y algunos quedan apoyados sobre otros árboles o, cuando hay mala suerte, sobre casas construidas cerca. Dentro de bosques tan altos y frondosos uno se empequeñece, pasa a ser como un gnomo.
Villa la Angostura es poco más de una calle principal con unas cuantas que la atraviesan, con casas de madera y mucha vegetación que lo rodea todo, no en balde su slogan es: “Jardín de la Patagonia”. Desde luego que es mucho más bonito y tranquilo que Bariloche, aunque desde el pueblo no se vea el lago. Salvo alguna excursión, al puerto o a uno de los muchos lagos, no he hecho gran cosa en estos días. El haber cubierto una etapa fundamental de mi viaje, ayudado por la introspección del bosque y la lumbre, me ha llevado al análisis de muchos recuerdos y de varios sueños aparentemente absurdos. Alguien, que no deja su nombre, menciona en los comentarios del último aporte que hace 34 años me venía a este lado del mundo y la rotura de una pierna lo impidió. Cuando me recuperé emigré a Andorra, país con el que siempre he tenido razones para sentirme unido emocionalmente. Aquí, y ahora, ha dado la casualidad de que el colega instructor de esquí trabaja la mitad del año, desde hace ocho, en las mismas pistas de Andorra a donde me fui con 18 años. Como es lógico, estar aquí y hablar de esa época me ha devuelto a la memoria muchos recuerdos dormidos.
Ha llovido dos días a mares, pensamos que eso enfriaría el clima pero resultó que no, hace temperaturas de primavera y hoy ha salido el sol. Ayer sábado volví a Bariloche. Llegué a pensar en la posibilidad de quedarme aquí un mes o dos, pero anoche me dijeron que según unas previsiones muy anticipadas se dice que no nevará apenas en todo este mes, y en agosto quién sabe cuánto. No le veo sentido a esperar, tampoco estoy en un alojamiento que se acerque a lo perfecto, fundamental para que desee quedarme más de una semana en un sitio, esta ciudad no es barata y sólo le veo interés si pudiese esquiar. A reservas de lo que me encuentre por el camino pretendo ir hacia el norte con buen paso a partir de ahora, mi padre pretende ir a Venezuela a principios de septiembre y quizás me junte allí con él, aunque no creo que logre hacer todo el camino por tierra.
Un haiku más, para esta semana:
Ven negra nube
espero que tu sombra
blanquee la mía