miércoles, 24 de septiembre de 2008

Bogotá, San José de Cúcuta, San Juán de Colón

Llego a Bogotá el viernes 29 de agosto antes de amanecer con el deseo ferviente de tumbarme en una cama, pero me lleva preguntar en cuatro hoteles hasta que encuentro habitación. Durante el fin de semana salgo únicamente en escapadas rápidas a comprar medicamentos, o líquidos y unas galletas. Necesito recuperarme, no sólo del estómago, también de todos los dolores inconcebibles que ocasiona moverse sobre un caballo. El lunes, ya bastante recuperado, doy un largo paseo por el centro de Bogotá, demasiado largo para las fuerzas que tengo. Bogotá es una ciudad muy dinámica, y no especialmente bonita salvo algunas calles y plazas céntricas. En apariencia no parece insegura (por lo menos el centro) pero entre sus habitantes no encuentro quien diga que no lo es. En la plaza principal, cerca de la estatua de Bolívar (que otro podría estar), un mendigo se me aproxima, empieza diciéndome que todo el mundo lo rehuye al verlo acercarse, pero que ha supuesto que yo no lo haría. Me dice que él no pide sin más, que me puede hacer un retrato a cambio de lo que me parezca darle. Lo hace y se va muy contento y agradecido con el intercambio. En nuestra conversación confirmo algo que ya venía pensando desde que llegué a Bogotá y me moví un poco por las calles: mi aspecto produce también desconfianza; sin mochilas y en la capital ya no parezco turista, y creo que mi aspecto se parece demasiado al de los guerrilleros y los mendigos; pero ya no pienso afeitarme ni cortarme el pelo hasta que llegue a Venezuela. Aunque me gustaría subir al cerro de Monserrate, muy cerca del centro, y contemplar desde allí la inmensidad capitalina, lo descarto finalmente y decido marchar esa misma tarde a Cúcuta, ciudad fronteriza, para descansar mejor allí, cerca ya de mi destino. Como estoy aún muy cansado, pero con el estómago bien, consigo dormir buena parte del viaje. Despierto al amanecer frente a un gran cartel que anuncia “Panificadora la Pamplonesa”. En ese momento me pongo a elucubrar reflexiones sobre la fuerza de la emigración, de cómo una pamplonesa habría llegado hasta un lugar recóndito de Colombia para acabar montando una panadería. El bus arranca y pasa delante de un taller llamado “Pamplona”, empieza a extrañarme que emigrasen tantos pamploneses a un pueblo tan apartado… Entonces veo un gran cartel que pone Pamplona y no me queda duda: aquel pueblo se llama así, como la famosa ciudad española; y prefiero volver a dormirme antes de que me dé por elucubrar más tonterías.
Lo primero que sorprende al llegar a Cúcuta (casi nadie sabe que se llama San José de) es que las calles de la periferia están llenas de pequeños puestos donde se vende gasolina en garrafas. Me cuentan que es contrabando “legal” de Venezuela, país productor donde el combustible es muy barato. Lo intentaron impedir en varias ocasiones, pero como al día siguiente se ponían otra vez acabaron las autoridades por hacer la vista gorda. Cúcuta es un gran mercado, la gasolina es para consumo nacional pero el resto de las muchas mercancías que se venden (ropa sobre todo) están dirigidas al comprador venezolano. El problema que tienen esos mercados que dependen de compradores extranjeros (con sucede ahora con mi querida Andorra) es que están siempre muy preocupados con lo que le suceda al vecino, la crisis de éstos puede ocasionar su ruina. Otro detalle curioso de Cúcuta es que, en una de las plazas principales, hay un entoldado bajo el que se asientan un buen número de escribanos con su mesita y su máquina de escribir. Hacía mucho tiempo que no veía tantas máquinas de escribir, parece un museo interactivo. Por mi parte, dependiente de las nuevas tecnologías, me encuentro con que el transformador de corriente de mi computadora no manda energía. Me lleva varias horas del martes 2 de septiembre encontrar quién me lo arregle, y no me lo entregan hasta la mañana del día siguiente. Ese día me quedo encerrado en el hotel, para avanzar un poco en el atraso del blog, a la mañana siguiente, 4 de septiembre, lo descargo (como puede comprobarse) y salgo con dirección a la localidad venezolana donde me encontraré con mi padre, su compañera y la familia de ella, a la que no conozco de antes. Para pasar los puestos fronterizos hasta San Antonio Táchira, primera ciudad del lado venezolano, me aconsejan que lo haga en un taxi que me espere en cada puesto. Espero a sacar dinero en ese otra lado y resulta que ningún cajero me lo da (todavía no sé que lo estoy haciendo mal). Uno del banco me dice con aire de desesperanza que es posible que no lo consiga en ningún banco de Venezuela. El taxista me dice que esto es culpa de Chávez, que está complicando la vida de todos. Como no he conseguido dinero para pagarle, pregunto cuánto me cobraría por llevarme hasta mi destino, San Juan de Colón, cerca de la frontera, y como no es mucho más de lo que ya le debo seguimos camino. Vamos por una carretera secundaria porque el otro camino, más habitual, está en obras y atascado. Hacemos un puerto de montaña en la selva, y en medio de la carretera encontramos una tarántula enorme. El taxista para con la intención de capturarla, le digo que la deje y me hace caso, pero luego me cuenta que pensaba venderla y que le habrían dado un buen dinero por ella. En lo alto del puerto nos paran en un control del ejército y me registran hasta las botas. Al fin llegamos, ya de noche, y me encuentro con que en la familia me esperan intranquilos. He alcanzado otra meta más de mi larga excursión, con la salud recuperada y el equipaje entero. Un haiku más.
Calor tropical
Aliento de verduras
Y de mosquitos

martes, 16 de septiembre de 2008

Quito, Ipiales, San Agustín Huila

Quito me pareció una ciudad hermosa. Con un centro colonial muy bien conservado (Patrimonio de la Humanidad) que se ve desde casi todo el entorno, de construcciones modernas y calles limpias. Me llamó la atención que en la fachada de la catedral hay varias placas con los nombres de todos los fundadores de la ciudad, desde Sebastián de Belalcázar hasta los que no debían ser más que pajes. A los pies de esta fachada me sorprendió ver la cantidad de gente que seguía, ese domingo en la tarde, un espectáculo de mimos callejeros. Me habría gustado pasar más tiempo en Quito pero no quería retrasarme, apenas me quedaban doce días para atravesar Colombia, desde el sur al noroeste, y entrar en Venezuela hasta una ciudad a la que no sabía bien cómo llegar. El lunes 25 de agosto, cerca ya del mediodía, subí a un bus que me llevó desde Quito a Tulcán, la ciudad fronteriza con Colombia, atravesando, sin percibirlo, la invisible línea del ecuador.
Unos asientos más atrás va un joven con el pelo corto, pintado de colores, y una larga coleta “rasta” adornada con un ratoncito de plástico que parece trepar por ella. Al principio estoy tentado de hablar con él, pero pienso que no tenemos el mismo idioma y no quiero complicarme el viaje con traducciones. En Ibarra, la única ciudad grande entre Quito y Tulcán, se sienta a mi lado una ecuatoriana muy joven, blanca y recatada, con la que converso hasta su destino. En un momento dado me dice que al subir pensó que el joven “rasta” y yo éramos del mismo país y padre e hijo, aunque fuésemos en diferentes asientos. Pregunto qué le hace suponer que no es ecuatoriano y se echa a reír con ganas, le resulta imposible admitir que un muchacho de su país lleve aquel aspecto. Finalmente demostró una gran intuición, cuando llegamos a Tulcán me dirijo al joven con intención de compartir taxi hasta la frontera, y resulta que Tito no sólo es español sino, también, madrileño. Pasamos juntos los dos pasos fronterizos en animada conversación, resulta que además del mismo idioma tenemos muchas ideas comunes, su actitud marginal y antiglobalización me recuerda muchísimo a mi juventud antifranquista y ácrata. La charla es tan animada que, por primera vez en todo el viaje, me olvido la mochila “tecnológica” bajo el asiento de la furgoneta que nos lleva a Ipiales, primera ciudad del lado colombiano. Salgo detrás inmediatamente, el taxista ha visto quién conducía la furgoneta y sabe que ha ido a dejarla en el depósito. Tito se queda con mis otras mochilas. Al principio siento un momento de pánico, pero luego me convenzo de que la encontraré, es una vieja mochila con pequeños candados y parece más bien de libros; pienso que quizás me toque ir a la búsqueda del conductor, pero cuando localizo la furgoneta, ya en el depósito, la mochila sigue en el mismo sitio donde la dejé debajo del asiento. Tito (muy majete) me propone seguir viaje con él a un pueblo peculiar, San Agustín de Huila, donde nace el río Magdalena y se hallan unos tótems en piedra de culturas precolombinas. Me parece más interesante que quedarme en la ciudad de Popayán, mi primera intención. Esa misma noche salimos hacia Popayán, donde antes del amanecer tenemos que subirnos a un pequeño bus (que llaman busetas) para seguir hasta nuestro destino. El viaje se hace pesadísimo, se alarga hasta ocho horas por rutas de ripio. Salvo por la selva que lo rodea, y la gente que lo habita, San Agustín es un pueblo que podría parecer de muchos sitios de Latinoamérica y España. Intentan promocionarlo y hay ya un tipo de turismo mochilero que lo está dando a conocer. Es tranquilo, agradable y barato. Una de las actividades, minoritaria y discreta, que se puede hacer en la localidad es asistir al proceso de elaboración de la cocaína. Antes, los pocos que ofrecen algo así, organizaban una excursión de dos días hasta las instalaciones ocultas en la montaña, pero desde que la zona fue controlada por el ejército desmantelaron los laboratorios clandestinos. Ahora lo hacen en muy pequeñas cantidades, dentro de una casa, y sólo como muestra para quienes lo piden y lo pagan. Tengo curiosidad de verlo y la oportunidad única de apuntarme a la exposición. Como dice el técnico, antiguo capataz de un laboratorio, no les importa hacerlo porque tiene un efecto disuasorio, la mayoría de quienes ven el proceso dejan de consumir cocaína para siempre. Pienso que si todo aquel que tiene un vicio contemplase todo el proceso de producción y sus efectos sentiría repugnancia. El de la cocaína es asqueroso: después de picar bien la hoja de coca (unos dos kilos por cada gramo de polvo) el producto natural se hace pasar por gasolina, ácido de baterías, cemento, abono, soda y, finalmente, acetona tan solo para blanquearla. Sin contar con los efectos nocivos para la salud y el bolsillo, sólo con recordar el proceso químico debería bastar para no querer probarla.
Esa misma tarde hacemos una larga excursión a caballo para ver paisajes y tótems del entorno. Una paliza importante, hacía una década que no me subía a un caballo y al día siguiente, jueves, tengo ocasión de rememorar los efectos. Para colmo despierto mal del estómago, sin saber muy bien cuál de los excesos del día anterior lo ha provocado. Aún así, esa misma noche me subo al bus con destino Bogotá. El viaje más duro de mi larga excursión, con fuertes retortijones, diarrea y nauseas durante todo el trayecto. La verdad es que, como me he atrasado tanto en escribir, ya no me parece que fuese para tanto. Va un haiku más.
Lluvia de selva
Barniz de tierra seca
Tintura verde

En la mitad del mundo

Ecuador es uno de los países situados en la mitad del mundo (hay varios sitios y negocios que utilizan esta idea, como en Ushuaia lo hacen con el fin del mundo). Y quizás, de una forma retórica, se le podría considerar un país de mitades. Casi la mitad de la población es indígena, de origen quechua (aquí quichua), mientras que la otra mitad son casi todos mestizos (blancos y negros puros no alcanzan el 10%). Casi la mitad de la población vive en la sierra y la otra mitad en la costa (apenas un 4% se reparte entre la selva y las islas). Una mitad vive en zonas urbanas y la otra en las rurales… También en lo político están divididos en dos mitades más o menos. Una que apoya el socialismo radical del actual presidente, Rafael Correa, y otra que lo rechaza combativamente. Pregunto a representantes de las dos mitades, los que están en contra dicen que busca convertirse en un dictador (como Fidel o Chávez ponen de ejemplo) y que pretende llevar al país a la ruina moral (permitiendo el matrimonio homosexual por ejemplo) y la económica (con una confiscación de tipo comunista). Entre sus votantes habrá de todos los razonamientos, pero la expresión de uno me pareció generalizada: como poco hace que los oligarcas estén preocupados y dejen de creerse los dueños del país. La Iglesia oficial lanza desde los púlpitos rumores falsos contra el gobierno, y su declaración de guerra le ha quitado ya muchos votantes al socialismo en un país tan dominado por la fe ciega. Como me dijo uno de esos defraudados: nunca debió el presidente meterse contra los curas.
No he conocido la parte costera del país, pero los amantes de las playas dicen que las hay espectaculares. Para mi desgracia sólo consigo identificar bien dos tipos de playas: con y sin gente. Aunque las prefiero extensas y de arena para caminarlas mejor, finalmente me da igual porque acabo tirando siempre hacia donde hay rocas, y si no las encuentro me harto antes aún. Me gusta contemplar el mar, pero incluso para eso prefiero también desde un monte. La zona serrana (que así se llama también aquí) es hermosa, y variada según los valles, la altitud y las vertientes. Sería exagerado decir que hay diferencias entre un lado de la línea del ecuador y la otra, pero a mí sí me lo pareció, pues sentí bastante más fresco al norte del sur que al sur del norte. Cuando atravesaba esa línea ficticia me concentré en mí mismo, metafísicamente hablando, y quiero confesar que ni me sentí más equilibrado ni más ligero, aunque se diga que uno pierde en ese punto varias libras de peso por efecto de la gravedad. Tampoco me mareé al cambiar el sentido de la marcha; es decir, que uno puede pasar de una mitad del mundo a la otra sin notar nada en el cambio, tan sólo un cielo diferente, pero para identificarlo hay que conocer bien ese otro “territorio”.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Cuenca, Riobamba, Chimborazo, Baños de Agua Santa

Hace dos semanas que no escribo y me cuesta organizar en la memoria la cronología de lo sucedido. Un viaje parece más largo cuanto más deprisa se suceden los paisajes. El lunes 18 de agosto salí de Cuenca con dirección a Riobamba. Cerros tapizados de selva en casi todo el viaje… Tengo la semana entera para estar aún en Ecuador y pienso que esta ciudad es el enclave más aconsejable. Al día siguiente voy a la oficina de turismo. Está en la antigua estación de tren, reformada para que sea punto de partida de un recorrido turístico. Lo primero que me proponen. No es como las excursiones en furgoneta, de sube, baja, foto…, tan incómodas. El tren ofrece ritmo y movilidad. Un derrumbe sobre las vías ha impedido desde meses atrás que salga de Riobamba, lo hace de Alausí, a varias horas en dirección Cuenca. Eso ya no me atrae tanto, pero (¡oh casualidad!) dicen que al fin están preparados para reanudar el servicio original y que esa tarde deciden si es posible. Vuelvo a las 16:00, la hora en que sabrían. Dos horas y media después anuncian que sí y venden los boletos. Hace más de una hora que converso sin parar con una catalana, una “abuela” muy juvenil que me sorprende con sus relatos porque, además de haber conseguido criar a tres hijos y un marido, se ha recorrido el mundo, la mayor parte de las veces viajando sola. Ella ha sido una estupenda compañera de viaje, durante cinco días plenos de caminatas y risas.
La salida del tren está anunciada para las 7 de la mañana, nos citan media hora antes y sale una hora después de lo previsto. Lo habitual por aquí. El convoy lleva dos vagones de asientos y otros dos de mercancías, en cuya parte superior se acomodan la mayoría de los turistas, dispuestos a pagar, además, un dólar extra por una almohadilla como las de las plazas de toros. Me gustaría saber qué pensarían los indígenas cuando comenzaron a ver pasar esos viejos vagones con el techo cargado de blancos donde antes viajaban los más pobres de ellos, como una alucinación ilusoria de haberse dado vuelta a la tortilla. El viaje resulta divertido y el recorrido hermoso. El final, el punto culminante, es lo que llaman la Nariz del Diablo, donde el tren salva un importante desnivel transitando en zigzag. Construir esa zona, aislada e intransitable, llevó a los ingenieros ingleses a denominarlo “el tren más costoso del mundo”. Al día siguiente la gran paliza: subir al Chimborazo. ¡Hala! ¡Qué exagerado! La intención es llegar nada más al segundo refugio, situado en los 5000 metros de altitud, pero es la primera vez que llego tan alto. Entre el primer y el segundo refugio no habrá seguramente ni un kilómetro, desde lejos se ve fácil, en cambio no podía imaginar que esa media milla sería tan larga. Había oído hablar de los efectos de la falta de oxígeno, la mayor parte del camino lo hago como borracho, aunque se pasa una vez arriba y ya ni te acuerdas. De la paliza que te das sí. Primero, para llegar, un bus de ruta nos deja sobre la carretera en el punto donde comienza la pista que sube al parque. Después de caminar un rato tenemos la suerte de que suba una pick-up que nos acerca al primer refugio. A partir de ahí siento cada diez pasos que me falta el aire, me veo especialmente susceptible a la falta de oxígeno. La bajada es casi toda andando, menos un trocito que nos carga la pick-up de los guardas, pero da tantos botes que en una parada casual preferimos seguir a pie antes de que nos estalle la cabeza. Al llegar a la carretera no hay dónde guarecerse y seguimos andando. Una hora después, cuando ya nuestras fuerzas flaquean y el frío entumece, tenemos otra vez la suerte de que un coche nos lleve a Riobamba. Esa noche decidimos viajar al día siguiente a una ciudad balneario que mucha gente aconseja: otra Baños.
A estos Baños los llaman de Agua Santa, y es una de las ciudades que recibe más turismo nacional, no tanto por las termas y las cascadas, que quizá sea lo de menos, si no más bien por la iglesia y su Virgen, a la que consideran milagrosa, fundamentalmente porque la ciudad se ha salvado varias veces de las erupciones del volcán Tungurahua, que está justo encima de la población. Las termas de origen volcánico son todas municipales, y muy baratas, por lo que suelen estar llenas de gente. Dicen que la mejor hora para ir son las 4:00, de la mañana sí, que es cuando abren, pero no lo comprobamos. Ese viernes, en la tarde, todavía nos da tiempo a la excursión de las cascadas. Van unos pequeños buses abiertos, que llaman chivas. Una de las atracciones es atravesar el valle sobre una canastilla tipo teleférico, que abundan a lo largo de la ruta, la otra es descender andando hasta el fondo del valle para ver una cascada, bastante normalita, y luego echar el bofe subiendo por rampas y escaleras. Esta atracción, al día siguiente de lo del Chimborazo, no me ha gustado nada.
El sábado se supone que sí es más de descanso. Aprovechando el tema de las termas hay algunos “spa”. La verdad es que al final este tipo de actividad también acaba resultando agotadora. Uno sale de un sitio relleno de vapor asfixiante, se mete bajo una ducha fría, luego pasa a una piscinita donde hierve el agua, con unos chorros que se te clavan en la espalda, otra vez a la ducha fría, luego entra a un horno hecho en madera, más ducha fría… ¡Qué cosas tan raras le hacemos pasar a nuestro cuerpo! Y dicen que eso adelgaza, pero la verdad es que una semana después, sin apenas moverme de la cama y con tan sólo tres días de cagalera, he adelgazado bastante más. Bueno, eso ya lo contaré en el próximo aporte, ahora un haiku de despedida para no romper aún con las tradiciones.
Volcanes y mar
El ecuador es trazo
De fuego y sal

lunes, 1 de septiembre de 2008

Sigo, más o menos bien

Adelanto esta nota para que nadie se preocupe. El fin de semana pasado no escribí nada porque estaba en movimiento. Pensaba llegar el martes a Bogotá, y escribir desde aquí tranquilamente, pero conocí a un joven madrileño en la frontera y decidí irme con él a un pueblito, desviado de toda ruta pero que comienza a tener turismo, y pasar allí un par de días. No paré hasta el jueves, ese día ya tenía decidido trasladarme a Bogotá y aunque me levanté bastante mal lo llevé a cabo. Desde el amanecer del viernes (que encontré un hotel en la capital colombiana) hasta hoy lunes apenas he salido de la habitación más que para comprar yogures y bebidas con suero. He necesitado tener un baño muy cerca y una cama debajo. Hacia tiempo que no me sentía tan mal, hasta el punto de llegar a preocuparme un poco.
Al final hoy, tras recurrir a varios remedios farmaceúticos y caseros, me siento bastante mejor y decidido a seguir. Me falta poco para llegar al destino de esta etapa y ya descansaré un poco más allí. Escribiré cuando pare, de momento sigo.