Llego a Bogotá el viernes 29 de agosto antes de amanecer con el deseo ferviente de tumbarme en una cama, pero me lleva preguntar en cuatro hoteles hasta que encuentro habitación. Durante el fin de semana salgo únicamente en escapadas rápidas a comprar medicamentos, o líquidos y unas galletas. Necesito recuperarme, no sólo del estómago, también de todos los dolores inconcebibles que ocasiona moverse sobre un caballo. El lunes, ya bastante recuperado, doy un largo paseo por el centro de Bogotá, demasiado largo para las fuerzas que tengo. Bogotá es una ciudad muy dinámica, y no especialmente bonita salvo algunas calles y plazas céntricas. En apariencia no parece insegura (por lo menos el centro) pero entre sus habitantes no encuentro quien diga que no lo es. En la plaza principal, cerca de la estatua de Bolívar (que otro podría estar), un mendigo se me aproxima, empieza diciéndome que todo el mundo lo rehuye al verlo acercarse, pero que ha supuesto que yo no lo haría. Me dice que él no pide sin más, que me puede hacer un retrato a cambio de lo que me parezca darle. Lo hace y se va muy contento y agradecido con el intercambio. En nuestra conversación confirmo algo que ya venía pensando desde que llegué a Bogotá y me moví un poco por las calles: mi aspecto produce también desconfianza; sin mochilas y en la capital ya no parezco turista, y creo que mi aspecto se parece demasiado al de los guerrilleros y los mendigos; pero ya no pienso afeitarme ni cortarme el pelo hasta que llegue a Venezuela. Aunque me gustaría subir al cerro de Monserrate, muy cerca del centro, y contemplar desde allí la inmensidad capitalina, lo descarto finalmente y decido marchar esa misma tarde a Cúcuta, ciudad fronteriza, para descansar mejor allí, cerca ya de mi destino. Como estoy aún muy cansado, pero con el estómago bien, consigo dormir buena parte del viaje. Despierto al amanecer frente a un gran cartel que anuncia “Panificadora la Pamplonesa”. En ese momento me pongo a elucubrar reflexiones sobre la fuerza de la emigración, de cómo una pamplonesa habría llegado hasta un lugar recóndito de Colombia para acabar montando una panadería. El bus arranca y pasa delante de un taller llamado “Pamplona”, empieza a extrañarme que emigrasen tantos pamploneses a un pueblo tan apartado… Entonces veo un gran cartel que pone Pamplona y no me queda duda: aquel pueblo se llama así, como la famosa ciudad española; y prefiero volver a dormirme antes de que me dé por elucubrar más tonterías.
Lo primero que sorprende al llegar a Cúcuta (casi nadie sabe que se llama San José de) es que las calles de la periferia están llenas de pequeños puestos donde se vende gasolina en garrafas. Me cuentan que es contrabando “legal” de Venezuela, país productor donde el combustible es muy barato. Lo intentaron impedir en varias ocasiones, pero como al día siguiente se ponían otra vez acabaron las autoridades por hacer la vista gorda. Cúcuta es un gran mercado, la gasolina es para consumo nacional pero el resto de las muchas mercancías que se venden (ropa sobre todo) están dirigidas al comprador venezolano. El problema que tienen esos mercados que dependen de compradores extranjeros (con sucede ahora con mi querida Andorra) es que están siempre muy preocupados con lo que le suceda al vecino, la crisis de éstos puede ocasionar su ruina. Otro detalle curioso de Cúcuta es que, en una de las plazas principales, hay un entoldado bajo el que se asientan un buen número de escribanos con su mesita y su máquina de escribir. Hacía mucho tiempo que no veía tantas máquinas de escribir, parece un museo interactivo. Por mi parte, dependiente de las nuevas tecnologías, me encuentro con que el transformador de corriente de mi computadora no manda energía. Me lleva varias horas del martes 2 de septiembre encontrar quién me lo arregle, y no me lo entregan hasta la mañana del día siguiente. Ese día me quedo encerrado en el hotel, para avanzar un poco en el atraso del blog, a la mañana siguiente, 4 de septiembre, lo descargo (como puede comprobarse) y salgo con dirección a la localidad venezolana donde me encontraré con mi padre, su compañera y la familia de ella, a la que no conozco de antes. Para pasar los puestos fronterizos hasta San Antonio Táchira, primera ciudad del lado venezolano, me aconsejan que lo haga en un taxi que me espere en cada puesto. Espero a sacar dinero en ese otra lado y resulta que ningún cajero me lo da (todavía no sé que lo estoy haciendo mal). Uno del banco me dice con aire de desesperanza que es posible que no lo consiga en ningún banco de Venezuela. El taxista me dice que esto es culpa de Chávez, que está complicando la vida de todos. Como no he conseguido dinero para pagarle, pregunto cuánto me cobraría por llevarme hasta mi destino, San Juan de Colón, cerca de la frontera, y como no es mucho más de lo que ya le debo seguimos camino. Vamos por una carretera secundaria porque el otro camino, más habitual, está en obras y atascado. Hacemos un puerto de montaña en la selva, y en medio de la carretera encontramos una tarántula enorme. El taxista para con la intención de capturarla, le digo que la deje y me hace caso, pero luego me cuenta que pensaba venderla y que le habrían dado un buen dinero por ella. En lo alto del puerto nos paran en un control del ejército y me registran hasta las botas. Al fin llegamos, ya de noche, y me encuentro con que en la familia me esperan intranquilos. He alcanzado otra meta más de mi larga excursión, con la salud recuperada y el equipaje entero. Un haiku más.
Calor tropical
Aliento de verduras
Y de mosquitos
Lo primero que sorprende al llegar a Cúcuta (casi nadie sabe que se llama San José de) es que las calles de la periferia están llenas de pequeños puestos donde se vende gasolina en garrafas. Me cuentan que es contrabando “legal” de Venezuela, país productor donde el combustible es muy barato. Lo intentaron impedir en varias ocasiones, pero como al día siguiente se ponían otra vez acabaron las autoridades por hacer la vista gorda. Cúcuta es un gran mercado, la gasolina es para consumo nacional pero el resto de las muchas mercancías que se venden (ropa sobre todo) están dirigidas al comprador venezolano. El problema que tienen esos mercados que dependen de compradores extranjeros (con sucede ahora con mi querida Andorra) es que están siempre muy preocupados con lo que le suceda al vecino, la crisis de éstos puede ocasionar su ruina. Otro detalle curioso de Cúcuta es que, en una de las plazas principales, hay un entoldado bajo el que se asientan un buen número de escribanos con su mesita y su máquina de escribir. Hacía mucho tiempo que no veía tantas máquinas de escribir, parece un museo interactivo. Por mi parte, dependiente de las nuevas tecnologías, me encuentro con que el transformador de corriente de mi computadora no manda energía. Me lleva varias horas del martes 2 de septiembre encontrar quién me lo arregle, y no me lo entregan hasta la mañana del día siguiente. Ese día me quedo encerrado en el hotel, para avanzar un poco en el atraso del blog, a la mañana siguiente, 4 de septiembre, lo descargo (como puede comprobarse) y salgo con dirección a la localidad venezolana donde me encontraré con mi padre, su compañera y la familia de ella, a la que no conozco de antes. Para pasar los puestos fronterizos hasta San Antonio Táchira, primera ciudad del lado venezolano, me aconsejan que lo haga en un taxi que me espere en cada puesto. Espero a sacar dinero en ese otra lado y resulta que ningún cajero me lo da (todavía no sé que lo estoy haciendo mal). Uno del banco me dice con aire de desesperanza que es posible que no lo consiga en ningún banco de Venezuela. El taxista me dice que esto es culpa de Chávez, que está complicando la vida de todos. Como no he conseguido dinero para pagarle, pregunto cuánto me cobraría por llevarme hasta mi destino, San Juan de Colón, cerca de la frontera, y como no es mucho más de lo que ya le debo seguimos camino. Vamos por una carretera secundaria porque el otro camino, más habitual, está en obras y atascado. Hacemos un puerto de montaña en la selva, y en medio de la carretera encontramos una tarántula enorme. El taxista para con la intención de capturarla, le digo que la deje y me hace caso, pero luego me cuenta que pensaba venderla y que le habrían dado un buen dinero por ella. En lo alto del puerto nos paran en un control del ejército y me registran hasta las botas. Al fin llegamos, ya de noche, y me encuentro con que en la familia me esperan intranquilos. He alcanzado otra meta más de mi larga excursión, con la salud recuperada y el equipaje entero. Un haiku más.
Calor tropical
Aliento de verduras
Y de mosquitos
5 comentarios:
Si no fuera porque tengo un cumpleaños me iría a pasear contigo por las tiendas del boterotex. Cuida tu tripa y córtate el pelo, el hombre dibujante te lo ha dejado muy largo. Besos. Anais
Menos mal que de vez en cuando miro en tu cuenta para saber dónde estás y que estás bien... porque ibas retrasadillo con el Blog.
Este último apunte me ha parecido... desasosegante. Parece agotador.
Espero que sigas bien. Saludos a todos por allí.
Un beso.
Hola, ¿qué pasa aquí? ¿no hay nadie al otro lado? HOOOOOOLAAAAA.
Besos. Ana y Óscares
En los, momentos de apatía me meto en tu blog y viajo contigo... Gracias por hacernos más amenos los días...
Y ¡cuídate!
David Oriz
Saludos hermano.
Vivo en san juan de colon. si todavia te encuentras aqui para saludarte.
davidmtb@gmail.com.
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