martes, 16 de septiembre de 2008

Quito, Ipiales, San Agustín Huila

Quito me pareció una ciudad hermosa. Con un centro colonial muy bien conservado (Patrimonio de la Humanidad) que se ve desde casi todo el entorno, de construcciones modernas y calles limpias. Me llamó la atención que en la fachada de la catedral hay varias placas con los nombres de todos los fundadores de la ciudad, desde Sebastián de Belalcázar hasta los que no debían ser más que pajes. A los pies de esta fachada me sorprendió ver la cantidad de gente que seguía, ese domingo en la tarde, un espectáculo de mimos callejeros. Me habría gustado pasar más tiempo en Quito pero no quería retrasarme, apenas me quedaban doce días para atravesar Colombia, desde el sur al noroeste, y entrar en Venezuela hasta una ciudad a la que no sabía bien cómo llegar. El lunes 25 de agosto, cerca ya del mediodía, subí a un bus que me llevó desde Quito a Tulcán, la ciudad fronteriza con Colombia, atravesando, sin percibirlo, la invisible línea del ecuador.
Unos asientos más atrás va un joven con el pelo corto, pintado de colores, y una larga coleta “rasta” adornada con un ratoncito de plástico que parece trepar por ella. Al principio estoy tentado de hablar con él, pero pienso que no tenemos el mismo idioma y no quiero complicarme el viaje con traducciones. En Ibarra, la única ciudad grande entre Quito y Tulcán, se sienta a mi lado una ecuatoriana muy joven, blanca y recatada, con la que converso hasta su destino. En un momento dado me dice que al subir pensó que el joven “rasta” y yo éramos del mismo país y padre e hijo, aunque fuésemos en diferentes asientos. Pregunto qué le hace suponer que no es ecuatoriano y se echa a reír con ganas, le resulta imposible admitir que un muchacho de su país lleve aquel aspecto. Finalmente demostró una gran intuición, cuando llegamos a Tulcán me dirijo al joven con intención de compartir taxi hasta la frontera, y resulta que Tito no sólo es español sino, también, madrileño. Pasamos juntos los dos pasos fronterizos en animada conversación, resulta que además del mismo idioma tenemos muchas ideas comunes, su actitud marginal y antiglobalización me recuerda muchísimo a mi juventud antifranquista y ácrata. La charla es tan animada que, por primera vez en todo el viaje, me olvido la mochila “tecnológica” bajo el asiento de la furgoneta que nos lleva a Ipiales, primera ciudad del lado colombiano. Salgo detrás inmediatamente, el taxista ha visto quién conducía la furgoneta y sabe que ha ido a dejarla en el depósito. Tito se queda con mis otras mochilas. Al principio siento un momento de pánico, pero luego me convenzo de que la encontraré, es una vieja mochila con pequeños candados y parece más bien de libros; pienso que quizás me toque ir a la búsqueda del conductor, pero cuando localizo la furgoneta, ya en el depósito, la mochila sigue en el mismo sitio donde la dejé debajo del asiento. Tito (muy majete) me propone seguir viaje con él a un pueblo peculiar, San Agustín de Huila, donde nace el río Magdalena y se hallan unos tótems en piedra de culturas precolombinas. Me parece más interesante que quedarme en la ciudad de Popayán, mi primera intención. Esa misma noche salimos hacia Popayán, donde antes del amanecer tenemos que subirnos a un pequeño bus (que llaman busetas) para seguir hasta nuestro destino. El viaje se hace pesadísimo, se alarga hasta ocho horas por rutas de ripio. Salvo por la selva que lo rodea, y la gente que lo habita, San Agustín es un pueblo que podría parecer de muchos sitios de Latinoamérica y España. Intentan promocionarlo y hay ya un tipo de turismo mochilero que lo está dando a conocer. Es tranquilo, agradable y barato. Una de las actividades, minoritaria y discreta, que se puede hacer en la localidad es asistir al proceso de elaboración de la cocaína. Antes, los pocos que ofrecen algo así, organizaban una excursión de dos días hasta las instalaciones ocultas en la montaña, pero desde que la zona fue controlada por el ejército desmantelaron los laboratorios clandestinos. Ahora lo hacen en muy pequeñas cantidades, dentro de una casa, y sólo como muestra para quienes lo piden y lo pagan. Tengo curiosidad de verlo y la oportunidad única de apuntarme a la exposición. Como dice el técnico, antiguo capataz de un laboratorio, no les importa hacerlo porque tiene un efecto disuasorio, la mayoría de quienes ven el proceso dejan de consumir cocaína para siempre. Pienso que si todo aquel que tiene un vicio contemplase todo el proceso de producción y sus efectos sentiría repugnancia. El de la cocaína es asqueroso: después de picar bien la hoja de coca (unos dos kilos por cada gramo de polvo) el producto natural se hace pasar por gasolina, ácido de baterías, cemento, abono, soda y, finalmente, acetona tan solo para blanquearla. Sin contar con los efectos nocivos para la salud y el bolsillo, sólo con recordar el proceso químico debería bastar para no querer probarla.
Esa misma tarde hacemos una larga excursión a caballo para ver paisajes y tótems del entorno. Una paliza importante, hacía una década que no me subía a un caballo y al día siguiente, jueves, tengo ocasión de rememorar los efectos. Para colmo despierto mal del estómago, sin saber muy bien cuál de los excesos del día anterior lo ha provocado. Aún así, esa misma noche me subo al bus con destino Bogotá. El viaje más duro de mi larga excursión, con fuertes retortijones, diarrea y nauseas durante todo el trayecto. La verdad es que, como me he atrasado tanto en escribir, ya no me parece que fuese para tanto. Va un haiku más.
Lluvia de selva
Barniz de tierra seca
Tintura verde

6 comentarios:

charada dijo...

Yo ya habría perdido todas las mochilas, je. Bueno, solo era para saludarte: hola. Besos
Babs

Anónimo dijo...

Maestro de Haikus, se te da muy bien montar a caballo, tenías bien domada a la bestia.
Oye ¿qué lleva eso de plátano que cocina una señora en la foto de la otra semana?
Por aquí todo bien.
Mañana unos cuantos nos vamos de boda. Echaremos un baile a tu salud. ¡Y cuidate la tripa!
Muchos besos. Ana, i, is, ita...

Anónimo dijo...

Tú sabes que no soy muy asiduo a ningun tipo de droga, ni alcohol, ni tabaco siquiera. No es que me guste tomar nada, ni mucho menos coca... y sin embargo debe ser que soy poco escrupuloso porque el proceso no me parece tan asqueroso como dices. El tabaco sí me parece asqueroso, todo eso del alquitrán y otras porquerías... y eso sí que se queda ahí, en el cigarro.

Empiezo a echarte un poco de menos... lo justo, no te emociones. Me gustaría que vieses una peli "El tren de las 3.10", un remake de una peli del Oeste de Glen Ford, que se llamaba originalmente "3.10 to Yuma". Nos gustó a todos bastantes, pero tengo ganas de discutir sobre el final de la peli contigo, porque he leído teorías en internet pero no me tiene del todo convencido. Por otro lado están echando la segunda de Roma (tu favorita... aun?), y he estado viendo una maravillosa (y corta) llamada "John Adams", sobre la vida del segundo presidente de los Estados Unidos. Me gusta tanto que me he puesto a empollar sobre la Guerra de Independencia y demás y me ha parecido un tema interesante... debe ser por la comida de coco que nos tiene Hollywood :-).
Bueno, lo dejo, que no sé que hago metiendo este comentario tan largo y fuera de contexto, para eso te mando un e-mail.
Suerte y un beso al abuelo y la Nena.

Unknown dijo...

Hola Ricardo!! q tal?? tanto tiempo... Estuvimos de boda, se caso la Barbi con el Rafa... ya te enviaremos fotos.

Como continua tu vije? desde donde es la vuelta y para cuando???

Besos,

Anónimo dijo...

Ricardo, acabo de descubrir unas barritas de pan con pipas que están la mar de buenas. Qué momento tan rico para acordarme de tí, si estuvieras compartiríamos.
Besos. Ana ¿is?

Anónimo dijo...

Ricardismo, hace mucho que no habia entrado en tu blog por que he pasado cuatro meses en Francia y no he podido entrar en internet,ahora he paseado rapidamente y veo que ya has paseado por Venezuela y¿como estas?Pequeño saltamontes. Un beso de tu tocayo.