jueves, 30 de octubre de 2008

Diario de a bordo

Primer día. Embarcamos el miércoles 22, un día después de lo previsto, el capitán quería completar el pasaje. Nos ha citado sobre las 11 de la mañana en el Club Náutico, para que almorcemos allí, nos habituemos un poco al barco y esperemos los trámites de salida; él mismo se encarga de nuestras visas. Almorzamos y esperamos, y esperamos, y esperamos… Comienzo a leer las historias de Lituma, aunque he dejado atrás los Andes; aquí sería más lógico los orígenes de Gabo, o mejor aún el Maqroll de Mutis, pero he intercambiado con el vasco a Rómulo por Mario y es lo que hay. Dejamos el amarre al atardecer, y vamos a otro muelle porque todavía nos falta subir la moto de un brasileiro que viene con ella desde su ciudad, muy cerca de Brasilia. El pasaje es variado, aunque se impone la lengua inglesa: dos australianos, un inglés, un californiano y una pareja sueca. Siete varones (ocho con el capitán) y una mujer. El brasileño entiende inglés menos aún que yo. El capitán sí lo habla bastante bien porque ha navegado por todo el mundo con gente de todas partes, y el portugués porque nació en Brasil, y el español porque lleva 20 años en Colombia, y el francés porque de allí son sus orígenes y nacionalidad… Nosotros dos tenemos la misma edad, el brasileiro diez años menos y los otros seis pasajeros están lejos de la treintena. Cuando salimos de la bahía de Cartagena es noche cerrada. El mar está muy picado, se mueve sin ritmo, como batea en manos temblorosas. El capitán dice que allí siempre es así, porque los arrecifes del fondo rompen el compás del oleaje. Poco después mis compañeros de pasaje están todos mareados, los siete, aunque sólo dos vomitan. Tres prefieren bajar a los camarotes, los otros se van tumbando en cubierta, incluso en el suelo. Llega un momento en que los únicos que mantenemos los ojos abiertos somos el capitán y yo (y su caniche), incluso él se duerme a ratos, con un reloj que lo avisa cada 15 minutos para ver si todo va bien. Sobre las 2:00 bajo a mi camarote, soy el único que no compartirá cama porque el brasileño ha elegido dormir todas las noches en el sillón del comedor. Aun así duermo muy poco.
Segundo día. Lo primero que noto al despertar es el vaivén exagerado del velero. Amanece. Pienso que los pasajeros siguen mareados pero van apareciendo bien y con apetito. Ese día es todo de navegación, no llegaremos a las islas hasta el siguiente amanecer. Veo que el Caribe en alta mar es de un azul intenso, sólo es verdoso cuando hay poco fondo, como lo he conocido siempre antes. Las horas transcurren entre lecturas y charlas. Sólo hay dos del grupo que no llevan libro, sólo podemos conversar en dos grupos: anglófonos y lenguas ibéricas. Por la tarde ya estoy harto del mar, del velero, de los anglosajones… Sé que el viaje se me hará largo. Al atardecer pica un pez en una de las dos cañas que llevamos a los lados. Es un gran dorado, de hermosos colores, que se agita como loco hasta que el capitán le da un trago de ron. Explica que el alcohol los mata rápido, pienso que al menos mueren sedados. Cuando se hace de noche los pasajeros vuelven a marearse. El capitán dice que es normal porque con la oscuridad se pierden las referencias. Está muy cansado y me pide si puedo estar de guardia hasta que quiera irme a dormir. Lo aviso cuando llega a nosotros una lluvia que pronto se convierte en tormenta torrencial y atronadora. Bajo a la cama sobre las 3:00 pero a pasar del sueño no duermo apenas. Demasiado ruido. Recuerdo la greguería de don Ramón: “Un trueno es un baúl que cae por las escaleras del cielo”. Esta noche deben andar de mudanza.
Tercer día. Subo a cubierta con el alba. A los lados se ven algunas islas del archipiélago de San Blas. Hay 365 islas, aunque no sé si incluyan las que no tienen más que una palmera, como esas isletas donde los humoristas gráficos sitúan a los náufragos. Muchas no tienen más de mil metros cuadrados, como una parcela de urbanización. Algunas son incluso bastante más pequeñas, parecen granos peludos que le han salido al mar, matojos de palmeras en macetas flotantes. Si con el aumento del nivel de las aguas no desaparecen todas estas islas habrá unas cuantas más dentro de un siglo, hay lugares en medio del mar donde sólo cubre por las rodillas. Anclamos frente a un grupo de islas que llaman Cayo Holandés. Visitamos una isla habitada y otra que no lo está, en la primera sólo hay dos pequeños grupos de cabañas en cada extremo, en la otra no hay caminos y todo es una selva de matorral y palmeras. A mediodía el sol es un cañón de fuego. No quiero exponerme y me baño incluso con camiseta, pero de pronto me lanzó a ese buceo superficial que llaman “snorkel”, me quito la camiseta sin pensar en el protector y acabo con la espalda como un tomate. Otra noche más que me costará dormir.
Cuarto día. Al amanecer nos movemos hasta otras isletas que llaman Chichimé. Anclados allí pasamos el día. Visitamos y nos visitan los indios kuna. En total hay unos 50 mil en estas islas, su Reserva con el nombre Kuna Yala. Son propietarios de las parcelas que ocupan y trabajan, pero no pueden venderlas. Tampoco pueden vivir en las islas quienes no sean kunas, me dicen que algunas mujeres se han marchado a Tierra Firme tras casarse con mestizos. Sólo las mujeres hacen las artesanías que venden a turistas. Hay hombres que también las hacen, pero sólo cuando se consideran mujeres, sin que se les margine. En una de las isletas vemos el caso curioso de un niño kuna que es albino. Paso la mayor parte del día leyendo. Me arde la espalda y ya no estoy a gusto ni sentado.
Quinto día. Llego a ese domingo, 26 de octubre, aburrido de tanto mar y tanto sol. No tengo ganas de pasear por las isletas ni por el agua, no estoy en condiciones de broncearme ni lo pretendo. Comprendo que esta excursión sólo tendría gracia para mí si fuese con un grupo de amistades, y aún mejor con enamorada. Los paisajes magníficos sólo los disfrutas del todo si estás acompañado de quien quieres. Ha sido una experiencia que deseaba pasar y que no pienso repetir. Supongo que para mucha gente un viaje así de exótico será muy apetecible, pero en este caso no pienso hacer nada por entender a tanta gente. Ese día ocurre lo mejor del viaje, compramos a los pescadores kuna dos centollos y una langosta para cada uno, por un dólar y medio cada langosta y seis los dos centollos. Un banquete baratísimo. Después de almorzar navegamos hasta El Porvenir, la isla administrativa de los kuna y el gobierno panameño, donde te ponen la visa en el pasaporte. Una vez resuelto, poco antes de anochecer, cruzamos a ver la población más importante, una pequeña isla totalmente cubierta de chozas con paredes de caña y techos de palma. Las noches anteriores, que estuvimos anclados frente a las isletas, cenamos junto a una hoguera en la playa como parte de las actividades fijas de este tipo de excursiones. Luego acabábamos bebiendo unas copas en el barco y cada cual se acostaba cuando quería. Las dos noches acabé conversando a solas con el capitán hasta bastante tarde, animados ambos por una comunicación fluida e intimista. Esta noche del domingo estamos tan cansados que todos se van a dormir poco después de cenar en el barco. Me quedo un buen rato tumbado en la proa mirando a las estrellas, es uno de los momentos más felices en toda mi larga excursión por el continente; pienso que finalmente ha merecido la pena este viaje marítimo, aunque no lo repetiría, carezco de espíritu marinero. Y todavía nos falta otro largo día de navegación.
Sexto día. Normalmente, después del desayuno, el capitán acerca al pasaje hasta El Porvenir y cada quien se busca la vida para llegar al continente y a la ciudad de Panamá o donde vaya. Pero esta vez tenemos todos otros destinos y el capitán, previo pago, nos dejará en ellos. La pareja de suecos y el inglés vuelven a Chichimé para pasar allí tres días más alojados por los kuna, que por 10 dólares diarios te prestan una hamaca y te dan tres comidas diarias a base de pescado, arroz y plátanos. El resto vamos hasta Portobelo, pequeño puerto en una de las bahías más conocidas de Panamá. Antes de salir de Chichimé se estropea el motor, nos cuesta dar la vuelta y navegamos únicamente a vela. El mar está más agitado que ninguno de los otros días, sólo en los que estuvimos anclados estuvo tranquilo. Las horas se hacen largas, antes del almuerzo termino de leer a Lituma en los Andes y me paso el resto del día tumbado en el cajón de proa. Cuando comenzamos a entrar en la bahía de Portobelo, orzando para avanzar sin motor, se pone a llover (a mares que es lo suyo). Nos lleva varias horas acercarnos al pueblo y cerca de la medianoche anclamos algo lejos. Al fin esa noche duermo mejor.
Séptimo día. Al subir a cubierta, y ver la belleza de esa bahía, comprendo que mi amigo Juancho se quedara prendado de este sitio cuando vivió aquí durante varios meses. Traigo, gracias a él, el dato de una española que vive aquí. Voy con el capitán al pueblo a primera hora. Una vez acordado con el mecánico la hora que irá, él se vuelve al barco y yo me quedo para localizar a esa persona y habitación donde quedarme esa noche. La española está de viaje y no saben si tardará unas dos semanas en volver. Las habitaciones que veo no me gustan nada. Algunos negros, muy parecidos a los del anuncio de: “me están estresando”, se me pegan para guiarme por un pueblecito bien pequeño y sacarme algo de dinero aunque les diga que no necesito guías. Definitivamente pierdo interés de quedarme en un pueblo que según me dicen es el más bonito de Panamá. Prefiero aprovechar y salir hacia Ciudad de Panamá con los australianos y el californiano… Pero eso ya lo contaré otro día. De momento un haiku más:
Viento del este
Aleja de mi nave
Calor y lluvia

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Un beso desde tierra firme.
Anais

Anónimo dijo...

"Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie".

¿Te suena ?

Rafael Haiku

Anónimo dijo...

Richi, saludos desde la isla. Hace poco pasé un día entero navegando en velero y me dieron ganas de más, pero claro, éramos un grupo de amigos. Entiendo eso de necesitar compañía para apreciar determinadas cosas. :)
Un abrazo
Quique

Ricardo Mencía dijo...

Querido Haiku, hacía mucho que no sabía nada de ti. Son siempre bienvenidos tus comentarios. Espero que leas esto. Recuerdo la frase, y si mal no recuerdo la dice el príncipe siciliano (¿Salinas?) de El Gatopardo de Lampedusa. En situaciones como la actual nos conformaríamos con que todo siguiese como está, porque nos advierten que puede ser peor, es aquello de "Diosito que me quede como estoy". Personalmente soy de los que prefieren que todo cambie porque al menos cabe la posibilidad de que algo cambie. De momento ya tenemos a la cabeza del imperio al Papa negro que predijo Nostradamus. Sólo por una letra difiere su apellido del nombre del peor enemigo de su país (Obama-Osama) (Podría haber sido, además, un buen slogan para el mundo hispano: Obama os ama)Esperemos que traiga en verdad cambios, por lo menos para que, mínimo, lo deje como estaba antes de que él llegara.