jueves, 4 de septiembre de 2008

Cuenca, Riobamba, Chimborazo, Baños de Agua Santa

Hace dos semanas que no escribo y me cuesta organizar en la memoria la cronología de lo sucedido. Un viaje parece más largo cuanto más deprisa se suceden los paisajes. El lunes 18 de agosto salí de Cuenca con dirección a Riobamba. Cerros tapizados de selva en casi todo el viaje… Tengo la semana entera para estar aún en Ecuador y pienso que esta ciudad es el enclave más aconsejable. Al día siguiente voy a la oficina de turismo. Está en la antigua estación de tren, reformada para que sea punto de partida de un recorrido turístico. Lo primero que me proponen. No es como las excursiones en furgoneta, de sube, baja, foto…, tan incómodas. El tren ofrece ritmo y movilidad. Un derrumbe sobre las vías ha impedido desde meses atrás que salga de Riobamba, lo hace de Alausí, a varias horas en dirección Cuenca. Eso ya no me atrae tanto, pero (¡oh casualidad!) dicen que al fin están preparados para reanudar el servicio original y que esa tarde deciden si es posible. Vuelvo a las 16:00, la hora en que sabrían. Dos horas y media después anuncian que sí y venden los boletos. Hace más de una hora que converso sin parar con una catalana, una “abuela” muy juvenil que me sorprende con sus relatos porque, además de haber conseguido criar a tres hijos y un marido, se ha recorrido el mundo, la mayor parte de las veces viajando sola. Ella ha sido una estupenda compañera de viaje, durante cinco días plenos de caminatas y risas.
La salida del tren está anunciada para las 7 de la mañana, nos citan media hora antes y sale una hora después de lo previsto. Lo habitual por aquí. El convoy lleva dos vagones de asientos y otros dos de mercancías, en cuya parte superior se acomodan la mayoría de los turistas, dispuestos a pagar, además, un dólar extra por una almohadilla como las de las plazas de toros. Me gustaría saber qué pensarían los indígenas cuando comenzaron a ver pasar esos viejos vagones con el techo cargado de blancos donde antes viajaban los más pobres de ellos, como una alucinación ilusoria de haberse dado vuelta a la tortilla. El viaje resulta divertido y el recorrido hermoso. El final, el punto culminante, es lo que llaman la Nariz del Diablo, donde el tren salva un importante desnivel transitando en zigzag. Construir esa zona, aislada e intransitable, llevó a los ingenieros ingleses a denominarlo “el tren más costoso del mundo”. Al día siguiente la gran paliza: subir al Chimborazo. ¡Hala! ¡Qué exagerado! La intención es llegar nada más al segundo refugio, situado en los 5000 metros de altitud, pero es la primera vez que llego tan alto. Entre el primer y el segundo refugio no habrá seguramente ni un kilómetro, desde lejos se ve fácil, en cambio no podía imaginar que esa media milla sería tan larga. Había oído hablar de los efectos de la falta de oxígeno, la mayor parte del camino lo hago como borracho, aunque se pasa una vez arriba y ya ni te acuerdas. De la paliza que te das sí. Primero, para llegar, un bus de ruta nos deja sobre la carretera en el punto donde comienza la pista que sube al parque. Después de caminar un rato tenemos la suerte de que suba una pick-up que nos acerca al primer refugio. A partir de ahí siento cada diez pasos que me falta el aire, me veo especialmente susceptible a la falta de oxígeno. La bajada es casi toda andando, menos un trocito que nos carga la pick-up de los guardas, pero da tantos botes que en una parada casual preferimos seguir a pie antes de que nos estalle la cabeza. Al llegar a la carretera no hay dónde guarecerse y seguimos andando. Una hora después, cuando ya nuestras fuerzas flaquean y el frío entumece, tenemos otra vez la suerte de que un coche nos lleve a Riobamba. Esa noche decidimos viajar al día siguiente a una ciudad balneario que mucha gente aconseja: otra Baños.
A estos Baños los llaman de Agua Santa, y es una de las ciudades que recibe más turismo nacional, no tanto por las termas y las cascadas, que quizá sea lo de menos, si no más bien por la iglesia y su Virgen, a la que consideran milagrosa, fundamentalmente porque la ciudad se ha salvado varias veces de las erupciones del volcán Tungurahua, que está justo encima de la población. Las termas de origen volcánico son todas municipales, y muy baratas, por lo que suelen estar llenas de gente. Dicen que la mejor hora para ir son las 4:00, de la mañana sí, que es cuando abren, pero no lo comprobamos. Ese viernes, en la tarde, todavía nos da tiempo a la excursión de las cascadas. Van unos pequeños buses abiertos, que llaman chivas. Una de las atracciones es atravesar el valle sobre una canastilla tipo teleférico, que abundan a lo largo de la ruta, la otra es descender andando hasta el fondo del valle para ver una cascada, bastante normalita, y luego echar el bofe subiendo por rampas y escaleras. Esta atracción, al día siguiente de lo del Chimborazo, no me ha gustado nada.
El sábado se supone que sí es más de descanso. Aprovechando el tema de las termas hay algunos “spa”. La verdad es que al final este tipo de actividad también acaba resultando agotadora. Uno sale de un sitio relleno de vapor asfixiante, se mete bajo una ducha fría, luego pasa a una piscinita donde hierve el agua, con unos chorros que se te clavan en la espalda, otra vez a la ducha fría, luego entra a un horno hecho en madera, más ducha fría… ¡Qué cosas tan raras le hacemos pasar a nuestro cuerpo! Y dicen que eso adelgaza, pero la verdad es que una semana después, sin apenas moverme de la cama y con tan sólo tres días de cagalera, he adelgazado bastante más. Bueno, eso ya lo contaré en el próximo aporte, ahora un haiku de despedida para no romper aún con las tradiciones.
Volcanes y mar
El ecuador es trazo
De fuego y sal

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